Una vez le dije a una de mis muchas locuras que no podía escribir si no tenía una pena incómoda que me calara los huesos.
No escribo desde la última vez que Gigante rompió lo que me quedaba de víscera. Hoy, no sé si afortunada o desafortunadamente lo que me acongoja es otra cosa (Creo que tiene más de malo ya que sé como se comportan lo otro y podía controlar ese río)... Las cosas se fueron rompiendo de a poco y decidí ignorarlo. Me corté los pies enteros caminando entre tanto vidrio, las manos se me deshacían ya gastadas de tanto apoyarse entre paredes frías, pedazos en todo el piso. Lo hice, estúpidamente, hasta que el espíritu avasalló. Y me sentí (siento) pequeñísima en este cuarto ahora vacío, después de haber barrido todo por octava vez. Lo que pasó fue Auri.
En fin, me sé el cuento de memoria, y aún así decidí vivirlo de nuevo, ¿Será como dice Eduardo? ¿Que cuando uno vive entre tanta pena, se acostumbra y la termina buscando? ¿Será mi zona de confort esta estupidez de lugar?
Y la metáfora se agranda. Ahora soy una larva en ámbar.
Discúlpame, muchacha.